24 ene 2009

III

Un día, poco rato después de levantarme, empecé a notar cómo se agudizaba el familiar chapoteo que la ansiedad suele traducir en mi vientre. Me daba cuenta de que la respiración era tan superficial que hasta parecía detenerse a veces, como si el pecho cansado se dejara desplomar contra la espalda. El pie derecho estaba apoyado sobre la punta, espoleado por el frenético vaivén del talón, que actuaba como válvula de mi tensión general.

El malestar me era tan obvio que ese mismo me pareció un buen momento, uno de tantos que se turnan en lo cotidiano, para llevar ante la luz de mi consciencia mi propia asamblea; el lugar donde razón y emoción dirimen mis más agudas contradicciones. Al fin y al cabo ellas son siempre las grandes responsables de dejar en suspenso, postergando sine die, el edén que quiero para mi vida. Sin embargo, en el mismo instante, me tentaba sentirlo como una tarea difícil...

Sé que cuando pienso y siento que algo es difícil, el mero hecho de creerlo y de sentirlo hace que, lo que sólo lo parece, en verdad comience a serlo; por razón de que voy propiciando casi sin darme cuenta la atmósfera circunstancial para ello, adoptando poses que de hecho ya han renunciado al logro. Porque una vez que el punto de vista se enfoca en lo que admite como verdadero, comienza la formulación práctica de las actitudes que tienden hacia ello; si bien la mayor parte del tiempo todo eso ocurre en automático, dado que no es posible seguir los incontables procesos que la voluntad esconde en su seno.

En verdad puede que por momentos la mente al completo celebre estar de acuerdo en no hacer nada; incluso aunque comprenda que a la postre acarree detrimento para toda ella. Pero eso es porque la idea de renuncia produce momentáneamente una sedación casi hipnótica, un alivio contra la enorme presión que ejerce el miedo. Si bien todas las veces degenera en un caldo de cultivo que alimenta la dificultad de conciliar los opuestos que moran dentro, convirtiendo mi añorado bienestar en un patético caos.

Paradójicamente, luego de que experimento ese relajo, me viene una íntima congoja que acaba bifurcando mi atención entre la parte que sabe que tiene que hacerlo, y la que siente que no quiere hacerlo; quizá porque se reconoce dueña de motivos enterrados que en el hoy no encontrarían ningún aval.

Sin percatarme del proceso durante la redacción de estos párrafos, y otros tantos que borré durante la labor de gestarlos, sentí que los movimientos respiratorios iban siendo cada vez más profundos y lentos, más eficaces, y que mi vientre ya no padecía el mismo agudo hervor ansioso de antes, así como también el talón había dejado de tamborilear en el aire.

Me doy cuenta de que el mero hecho de verbalizar mi pensamiento, de oxigenarlo, suele traer la calma que induce en mí estados generales más deseables, más proclives al entendimiento sensato de lo que me sucede. Si lo pienso despacio, rara vez no me he sentido mejor después de hacerlo, porque me gusta traer ante la luz todo lo que percibo dentro. Todo. Por eso intento describir incluso lo que no entiendo; con medias palabras si hace falta, tal como lo haría un niño, aunque a otros le parezcan inconexos los motivos que a él de verdad le mueven.

A veces parece increíble el poder con el que me persuado de que mi estado de malestar es el único que tiene auténtica potestad para determinar la parcialidad que percibo que soy. Y cuando eso sucede, las ideas que más lógica tienen, aquellas que me suenan más a una verdad completa y proporcionada con el conjunto de lo que hay, simplemente se convierten en humo. Pasando por encima de cuanta constatación empírica he acumulado de hecho en favor de mi persona.

Y así, todo aquello que viene de muy atrás en la noche de mi consciencia, todas aquellas conclusiones sobre las que se fueron construyendo las sucesivas interpretaciones de mis experiencias, detenta un poder que tiene la fuerza de lo irrefutable.

Ese poder presuntamente omnímodo, que va tiñendo con el mismo color de su influencia cuanta percepción va encajando con él, rechaza sin embargo cuanta idea no se ajuste a su estructura. El pensamiento lógico-racional, a la vanguardia defensiva de mis emociones más heridas, es también el que a la postre impide el drenaje de ese dolor que va creciendo en la oscuridad de mi ignorancia. Porque le cierra por sistema el paso a otros planteamientos que, estoy segura, podrían iniciar el proceso de cicatrización de esas heridas que aún respiran en los arcanos de mi inconsciencia.

Por eso tengo que llegar hasta el núcleo de esa cebolla que es mi corazón, rodeado de infinitas capas de afectos mal interpretados, para revisar cada milímetro de su estructura y remover todo lo que haga falta. Tengo que sustituir todos los errores archivados sobre los que fui encajando otros tantos. Y es tal la inercia que lleva el proceso contrario, que con cada inmersión el medio se hace más y más viscoso, frenando ese impulso de genuina transparencia que desea, ante todo, sembrar la paz en mis días.

Si llevo toda la vida creyendo que ésta sólo es sufrimiento, ¿cómo podría detener esa potente inercia que me arrastra, y al tiempo me frena, aunque con todas mis fuerzas no quiera?

Otro día hablaré de lo que se va cociendo en ese ágora de mi mente, que ahora que me doy cuenta ha sido la excusa perfecta para hablar de otras cosas que también me importan.

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