9 jul 2009

VI.Libertades.


Cuando se ha vivido la mayor parte de la vida sojuzgado, por tanto con una perspectiva bastante limitada de las cosas, el reconocimiento de la libertad se convierte de repente es una responsabilidad compleja de asumir y de manejar de forma satisfactoria. Se trata de hacer no sólo lo que me plazca a mí, sino también de permitir lo que le plazca al otro, logrando un equilibrio en el que los espacios personales no colisionen entre sí.

Creo absolutamente precisos los acuerdos para navegar en este inmenso océano de intercambios de un modo elegante y dinámico, que roce siquiera tangencialmente lo amoroso, pues no concibo manera más idónea de armonizar los opuestos. Por eso al asumir la libertad propia nos encontramos con las libertades de los otros en un embolado que hay que ir clarificando despacio y con suma delicadeza, pues puede estallar en las manos como nitroglicerina.

Pero para estar realmente de acuerdo es preciso aceptar que ninguna libertad será considerada como tal si está entretejida con los hilos del sacrificio de alguna de las partes, que a menudo se muestran camuflados tras las necesidades afectivas más soterradas, convenciéndome de que si no obtengo del otro lo que espero, a veces tácitamente, mi libertad ya por eso lo es menos.

Se infiere entonces que esa libertad mía dependería más de la voluntad ajena, y que estaría hecha de parcelas que puedo usar pero que no son de mi propiedad. Sería más como una libertad hipotecada, cuando la crudeza de lo cierto dice que el trazado de la misma es de mi exclusiva competencia. Puedo elegir o no estar implicado en lo que me atrapa, pero siendo consciente en todo momento, de que si me dejo sujetar no es porque tenga que inmolar una de esas parcelas prestadas de mi libertad, que sería el sacrificio, sino porque escojo hacerlo por convenir más a mis intereses y necesidades.

Y si de todo ello no obtengo satisfacción, no es responsabilidad del otro que ha decidido administrar la parcela de libertad que me prestaba, sino de todo punto mía por haberme apegado en exceso a ella, hasta el extremo de sentir la pérdida como algo irreparable. Y eso es porque en el camino de la confianza a menudo se obvia que uno no es el dueño de esa libertad que, otrora disfrutada, ahora se aleja veloz desbrozando ilusiones y fantasías.

Creo que hasta en la forma en que se expresa el desacuerdo hay que ponerse de acuerdo, e ir depurando los conflictos nacidos de la idea generalizada de que tiene que ser el otro el que cambie. Mas cuando el erróneo empeño se convierte en una labor titánica, o bien se relativiza con urgencia el contexto hacia formas más simples de aceptación, o nos abocamos hacia la soledad más claramente autoimpuesta. Sí, porque la soledad al principio es más una idea en la que uno se instala que un hecho empíricamente constatable. A fuerza de que con el tiempo y la perseverancia en esa idea, termine por fijarse en la cotidianeidad más veraz.

O estamos con los otros o sin ellos. Pero que no sea la dependencia afectiva quien se haga cargo de las mezclas, sean estas ideales o explosivas. Si parto con un bagaje de aceptación propia saludable, podré intercambiar con el otro en paz, hasta incluso si es necesario, transfundiéndole aquella de la que él carezca.


1 comentario:

PazzaP dijo...

Concha Barbero de Dompablo dijo...
Vibran en otro nivel energético. No hay que meterse en su bucle negativo, sólo comprender y alejarse si es necesario. No sólo no quieren entenderte, sino que tampoco pueden.

17 de julio de 2009 22:22

PazzaP dijo...
Por contexto voy a suponer que tu comentario cuadra más en la entrada anterior a ésta. Corrígeme si es preciso.

Sé que no pueden, tal vez del mismo modo que tampoco yo puedo entenderles a ellos. No queda sino comprender lo que hay, en mí, en ellos, en todos...

Gracias.

17 de julio de 2009 23:58

Concha Barbero de Dompablo dijo...
¡Ah, pues me he confundido, perdón!

De acuerdo nuevamente con lo que dices.

Cuando amas comprendes pero entiendo muy bien loque has escrito.

Un abrazo

18 de julio de 2009 00:15