13 sept 2009

VIII. Mi severo y yo.


Si no empiezo nunca me pongo. Quiero decir que si no empiezo a escribir nunca me pongo a escribir. Siempre me digo “esa idea es muy vaga”. Y tanto que es vaga, que no se digna materializarse siquiera en letras, que no digo ya en actitudes. La verdad es que paseando me vienen las mejores ideas. O eso me parece mientras las pienso, toda oxigenada y latiente. Luego me desazona el hecho de no haberlas plasmado si tan buenas eran. No serían tan buenas. O quizá mi juez las disuadiera, que mira que es severo.

¿Qué dices...? Me dice que se limita a aplicar mis propias normas, que incluso a él le parecen demasiado rígidas.

Le voy a contestar, sin acritud. Acritud añadida quiero decir, que con la que trae de serie mi franqueza me despisto. Y es que no me decido a lo del cartel en la frente que dé mi temperatura a los que se acercan para calentarse la moral. “Tratarme puede quemarte. Como linterna doy luz de calidad. No apta para cardiacos emocionales. Usar con responsabilidad. Incoherentes crónicos abstenerse.”

Es verdad, tienes mucha razón, severo, mis normas son todavía algo rígidas; pero también es verdad que apenas me das tregua para cambiar eso. Me tienes rodeada. Pretextando que me proteges, me asfixias. Se me rompen las costuras de los trajes que me hiciste hace años y aún así me los remiendas. ¿Por qué no me dejas respirar libremente el error de creer que soy escritora? La verdad es que aparato tengo, es sólo que carezco de genio. Como facultad me refiero, que del otro, al decir ajeno, me sale un poco torcido a veces. Aunque en esto no se ponen nunca de acuerdo.

Cada vez que poso los dedos en el teclado con el verde de la voluntad luciendo a la espera de que alguna inspiración se apoye en ellos, me deslizas un rosario de imágenes de señores y señoras, sesudos y sesudas, que dicen que la blogosfera rebosa de onanistas emocionales. Como la vida misma, digo yo, sólo que lo virtual da mayor cobertura. Ellos lo dicen con más fundamento, claro, y mucho mejor explicado, claro, pero eso es lo que tú extraes, querido severo,, de la tónica general de sus juicios y se lo espetas como argumento al ojo de mi frente dejándolo seco de impulsos siquiera banales.

Más tarde, en cualquier momento ocioso, no sé si tuyo o mío, sales con eso de que las cosas se hacen haciéndolas. “Es parte de tu nueva programación, ¿recuerdas?”, me dices algo socarrón.

Ya. Lo sé. Pero lo que a mí me gusta es escribir y tú me disuades en casi todos mis intentos. Incluso en este que apunta maneras de editarse interfieres mi espontaneidad expresiva. Quieres teñir mi discurso con el color de la estulticia. Me concedes la habilidad para contar mas no para desarrollar un contenido que las vacas sagradas apoyen.

¿Qué cuáles son esas vacas sagradas? ¡Qué sé yo! Los que quieren distinguirse de la gran masa, lográndolo o no. Es complicado y yo no sé explicarlo. De nada me han servido entonces todos estos años de lectora. He mejorado la sintaxis, pero sigo centrada en mi ombligo.

¿Qué dices? ¿Qué yo también quiero distinguirme de la gran masa? No, qué va. La única distinción que quiero es simple: que me vean sólo lo justo para que no me absorban sin verme. Cada vez más, me siento un efecto creador de nuevas causas, cuya propia causa desconoce. En el proceso digestivo del universo vendría a ser algo así como una enzima.

Vale que sea un sueño que sueño, no te pongas pesado. Pues va de enzimas digestivas, oye. Si yo no estoy ciertas cosas no pasan, eso seguro. Claro que mi efecto en otros es absolutamente prescindible, pero tal vez en el íntimo escenario de un intercambio entre dos, que ellos mismos propicien, lo que veo a veces les ayude a sentirse mejor. O puede que peor, pero me consta que luego mejor cuando me sacan de su vida.

Parece que a pesar del ruido no produzco tantas secuelas, sino que contribuyo como revulsivo a un mayor bienestar. Voy a pensar que algunos quiebros dolorosos eran necesarios y que a mí me tocó el papel más malvado en la película del otro. Por eso tal vez me decida a ponerme un prospecto como medallita al cuello para ahorrar indigestiones a mis compañeros de viaje, coetáneos que me ven pero que en esencia me ignoran porque soy algo abstrusa. Y también áspera, que no se me olvida.

Y lo digo para que se me acerque sólo el que quiera. Yo estoy aquí, simplemente contando lo que veo, sin moverme mucho para romper lo menos posible. En pleno ajuste de mis percepciones para un entorno que requiere pupilas dilatadas; algo que la luz intensa no permite tener.

Me doy cuenta a veces, menos mal, que demasiada luz me ciega a mí también, y que muchos miedos que creo mirar directamente a los ojos, otros ni siquiera los ven. ¿Será porque sólo son míos? ¿Será porque no siempre es visible la correlación entre el límite y el miedo?

Vale yo no digo que te mires un límite que resulte satisfactorio, pero uno que te dé problemas constantes, ese sí, ¿no? Por ejemplo, yo digo ahora que no tengo ideas, buenas ideas sobre las que escribir, y pienso que es porque actúo como una dilerda (sí, dilerda) estudiante. Sé por otras veces que cuando empiezo a aprender escribo muchísimo más de todo… Sin embargo, no retengo, mi memoria es demasiado lábil para ciertas cosas que todavía no sé bien por qué no me interesan tanto como dicen las vacas sagradas que debían interesarme si quiero creer que gozo de un mínimo de inteligencia. Ay, qué larga me ha salido la frase.

Entonces me pongo a redactar sobre esa conversación interior que me estoy montando para juntar letras como quien se desliza por una pista de nieve en polvo, y así me lo paso bien y me engaño diciéndome que vale, que no escribo mejor porque es que no valgo. No, valer sí vales, hija, me digo, lo que a ti te pasa es que no te da la gana cultivarte el valor. Lo tienes ahí en barbecho, esperando que la hormona enamoratrix lo germine.

“Ah, vale”, me replica todo chulo el severo, “tú eres adicta a los vaivenes emocionales. De esa clase que si no está enamhormonada cree que no puede andar. Bueno, como ya sabes que eso es una excusa, o eso me has encargado que te diga cuando posas como víctima de tus carencias, no voy a meterte caña para que no te sientas encima culpable, que eso dispara tus estrógenos y alimenta tu mioma."

Cómo se ha puesto el tío de claro conmigo… Es que me convence, oye, lo que pasa es que… ahora que lo pienso si ya está abierto este espacio da un poco de pena cerrarlo. Si total, no ocupa. Si además, ya lo pone en la puerta: “Tener o ser? Esa es mi cuestión.” Y la de todos antes o después… Para cuando se estile, a lo mejor contribuyo...

La verdad es que he montado un número para justificar un rato ante mí que escribo, y me encargo de hacerlo de tal modo que pueda crucificarme (como a Jesucristo, pero en metafórico) alguna vaca sagrada que pase por este desierto calentito de mi purgatorio.

M'emociona la idea de oír su voz directa al centro de mi mente, siquiera sea para contrarrestar un poco la que normalmente chapotea en toda ella gracias a la imagen que mi severo me ha fabricado con retazos de los juicios que circulan por estas virtuales que no virtuosas redes.

Desde luego que vaya poca personalidad que tengo. Bueno, tengo bastante, sólo que con lagunas en lo asertivo, poco asertivas ellas, dicen los más reputados expertos. Pero creo que eso no es irreversible, y que tampoco requiere cirugía.

Y ahora, ¡a por el golpe de ratón!: el mejor antídoto del internauta hastiado.

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Lucio Septimius Severus fue el primer emperador romano de origen norteafricano en alcanzar el trono, y fundador de la Dinastía de los Severos. Tras su muerte fue proclamado Divus por el Senado. De la Wikipedia.

2 sept 2009

VII. El tejido humano.



Paseando por el lado más alejado de la bahía un día de verano de sol radiante observé el considerable gentío.
Pero lo que yo veía no eran hombres y mujeres de todas las edades, ni animales, ni objetos, tan sólo un enorme tejido palpitante que se tostaba al sol del mediodía. Era la primera vez que contemplaba a mis congéneres como algunas veces los había imaginado globalmente durante mis reflexiones metafísicas.

Dentro de cada mente deviene grande el pequeño universo de lo personal, pero en ese instante poco podía importarme lo que estuvieran pensando, sintiendo o haciendo. Achatados por la distancia, sus movimientos eran intraducibles; qué decir de sus pensamientos.

Era un tejido que parecía reptar, empero su lentitud no obraba ningún desplazamiento que fuera visible para mí. Estaba recostado al borde del mar y no parecía deseoso de irse. Algunos de sus tentáculos estaban metidos en el agua, quien sabe si para beber o para refrescarse. Ciertos puntos de su cuerpo titilaban débilmente como esas estrellas lejanas hechas de colorines. Con el pasar de las horas, los rayos de sol cayéndose por el horizonte, el tejido se fue diluyendo lentamente hasta que apenas le quedaban algunos lunares viajeros. Podía ya verse el trozo de tierra sobre el que se había apoyado, pues antes de tan compactado apenas se adivinaba por entre algunos de sus descosidos pliegues.

Durante la experiencia de aquella mirada qué poco me importaba lo que estuvieran pensando, sintiendo o haciendo, pero no ignoro que por el mero hecho vivir ya formo parte de ese tejido para nutrirme y vivir lo cotidiano. Y es en la interacción con las otras células cuando se abre el microscopio de la percepción impregnándome de lo ajeno; a menudo hasta un punto tal que se me hace difícil no sucumbir a sus asfixiantes marejadas de manifestaciones.

Para algo ha de servir el individualismo con su cohorte de autonomías intelectuales y morales, el libre albedrío, la voluntad y la confianza en uno mismo, dicen los más avezados en estas lides. Pero cómo hallar discernimiento entre tantas opciones enredadas en entramados tan complejos.

Ha habido y sigue habiendo células inteligentes que han dado con la clave para ese duro ejercicio y que han compartido sus ideas volcándolas de incontables modos. Sin embargo, no dejan de ser sus propias visiones, su peculiar y único modo de concebir lo que hay. Que a ellos les haya servido no garantiza la validez para otros. No la garantiza, pero es un comienzo, qué duda cabe.

Pese a todo, es vital que reine la anuencia en aquello que llamamos universal y que puede y debe ser saludablemente válido para todos de una forma decisiva. Fuera de eso ninguna individualidad consiente en verdad estar sometido a unas formas que le apresan. Y cuando el egotismo nos nubla el entendimiento, cosa harto frecuente cuando se responsabiliza a lo externo de lo que “nos pasa”, es complejo que lo esencial llegue a materializarse.

Cada uno, con ser entero, se siente una parcialidad de algo que no acierta a clarificar. El objetivo parece claro: buscar lo que le falta fuera de sí mismo. Y ahí andamos todos, confirmando y reafirmando día a día la aparente escasez de lo buscado.

Mas ¿cómo podría hallar fuera lo que sólo está dentro, lo que parte de la necesidad personal y dibuja la presunta realidad de matices exclusivos? ¿Cómo podría verse completada una búsqueda retratada en otras búsquedas?

Dado que es de todo punto imposible, cada cual habrá de inventar algo que finiquite el proyecto personal de una vez por todas. No veo otro modo de que el tejido humano de la tierra prospere en la creación conjunta de la entidad a la que se debe.

En esto, o vamos todos juntos, o es seguro que no vamos a parte alguna.